Tranvías, caballos y “chanchos”
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En la esquina de Emilio Mitre y José Bonifacio subsiste sobre ruedas un pedazo de pasado porteño. Desde allí sale, feriados y fines de semana, el último tranvía de la ciudad, para hacer un breve recorrido por Caballito que tiene más que ver con la nostalgia que con el transporte público. Pasé varias veces por ese lugar y vi al entrañable vagón surcando las vías en medio de Emilio Mitre, pero nunca subí. Tengo anotada esa travesía en la columna de las cosas por hacer, pero la alusión sirve para viajar un rato a los tiempos de los primeros “tranways” de Buenos Aires.
Todo se remonta al domingo 27 de febrero de 1870, cuando el primer aparato rodante, de la empresa Tranway Central, fundada por Federico Lacroze, inició su recorrido desde la esquina de la calle Victoria (hoy Hipólito Yirigoyen) y Balcarce. Por supuesto, por entonces este novedoso medio de transporte se deslizaba por las flamantes vías tirado por caballos. El historiador José María Jaunarena cuenta, en su artículo “Los tranvías” en el libro La vida de nuestro pueblo, que, si bien el primer lanzamiento del rodado se vivió como si se tratase de una fiesta, hubo ancianas a la vera de la calle que se persignaban a su paso y caballeros que se quitaban los sombreros, como si desfilara un cortejo fúnebre.

La competencia no tardó en llegar y pronto comenzó a rodar la línea de la Calle Cuyo, de los hermanos Méndez. Más tarde, el Tranway Argentino, que circulaba entre Constitución y Recoleta, cuyo factótum había sido Mariano Billinghurst, otro pionero de este tipo de locomoción.
El 1 de noviembre de 1871 se vivió una escena pintoresca al inaugurarse el primer recorrido de tranway interurbano, que unía la Plaza Victoria (hoy Plaza de Mayo) con el entonces pueblo de Flores. Fue una caravana encabezada por una banda de música en el primer coche seguido por un segundo vehículo, donde viajaba nada menos que el presidente Domingo Faustino Sarmiento. Cinco mil personas esperaban al mandatario para saludarlo en las puertas de la municipalidad de Flores.
Claro que, como ocurre con cada novedad, no todos estaban de acuerdo con la llegada de estos carromatos. Había vecinos que consideraban que estos monstruos bajarían el precio de sus propiedades y que eran una máquina mortal. Jaunarena asevera que un diario de aquel entonces sentenció que detrás de cada tranway debería circular una ambulancia, para juntar los restos de los transeúntes aplastados por los vagones.

Entre el personal que empleaba este naciente servicio estaban los postillones, que circulaban varios metros delante del vehículo para alertar acerca de su paso. Pero este puesto duró poco, por carecer de verdadera utilidad. Luego estaban los cocheros, que llevaban las riendas del tranvía, literalmente y los guardas, que expendían los boletos. Estos dos trabajadores, oriundos respectivamente, en general, de España y de Italia, se caracterizaban por su galanura y por su afición por piropear, si se permite la expresión en estos tiempos, a las pasajeras.
Como nunca faltó en la Argentina el vivillo ventajero, algunos guardas solían quedarse con los boletos viejos que dejaban los pasajeros para volver a expenderlos. De este modo, se agenciaban pingües ganancias que no necesitaban rendir. Cuando los dueños de las empresas descubrieron estos trucos surgió un personaje que sería mítico luego en todo el transporte público: “el chancho”, como se llamó al inspector casi desde el primer día.

Para terminar con el registro de aquellos primeros empleados tranviarios, hay que citar a los cuarteadores. Imposible de imaginar hoy, pero se trataba de personajes, mezcla de gaucho y compradito, cuya tarea era enganchar al trote un caballo delante de los animales que tiraban del tranvía, para ayudarlos en los tramos en que las calles se volvían muy empinadas.
Estos transportes, que ya eran eléctricos, se esfumaron de Buenos Aires en 1963. Pero no murieron del todo. El último de ellos todavía circula estoico a lo largo de 16 cuadras de Caballito.