Nuestra crisis poblacional
Es hora de que las fuerzas políticas del país confluyan en una visión compartida sobre la Argentina posible, y deseable, en un futuro no demasiado lejano
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En tiempos en que el país parece más encaminado que en otras épocas a introducir cambios estructurales que saquen su economía del estancamiento absoluto que ha venido padeciendo desde 2012, es hora de volver hablar de su crisis demográfica.
El censo de 2022 arrojó una población de más de 46 millones de habitantes, pero concentrada en números alarmantes en no más de 13.000 kilómetros cuadros, o sea, la mitad de la jurisdicción territorial de una provincia de dimensiones relativamente reducidas como Tucumán. Alrededor de 17,5 millones de personas conviven entre la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y el conurbano bonaerense: la primera tiene 3.121.707 millones de habitantes, unas 700.000 personas menos que la población correspondiente a las localidades del interior del país con no más de 2000 pobladores.
Esto quiere decir que alrededor del 40% del total de la población argentina vive en el 5% del territorio nacional. Esa macrocefalia no constituye un problema nuevo. La Argentina creció de ese modo desde sus orígenes, con altas concentraciones en unas pocas ciudades.
La pobreza ha tocado casi el 50% de la población. En el segundo semestre de 2024, se ubicó en el 38,1%, según el Indec, pero de ese total, un altísimo porcentaje se afinca en el Gran Buenos Aires, con altas tasas de hacinamiento, menores de edad sin educación elemental, inseguridad pavorosa y un grado de penetración tal del narcotráfico que preocupa enormemente. Acabar con la inflación y contener el déficit fiscal endémico por décadas es una tarea en la que el gobierno ha puesto el acento, pero está pendiente de resolución un conjunto de políticas urgentes para sentar las bases de una articulación más armoniosa de la población.
La pobreza extrema, enseñoreada en las 6400 villas conocidas bajo el eufemismo de “barrios populares”, es producto de una corrupción que adquirió carácter sistémico con el kirchnerismo, pero que debe combatirse a conciencia de que esa cleptomanía impregna a estamentos de la mayoría de las fueras políticas
Nadie se equivocará si asocia la concentración humana extraordinaria en el Gran Buenos Aires con las exacciones indebidas al campo y al incumplimiento del Congreso de la Nación de la obligación de dictar una ley justa de coparticipación federal de impuestos como lo ordenó en una cláusula transitoria la reforma constitucional de 1994. Esa cláusula debió cumplirse dos años después de su sanción y han transcurrido ya más de tres décadas sin noticias al respecto.
Todo lo que ha habido han sido acuerdos temporarios y parciales, canjes de favores entre el poder central y gobernadores adictos o dóciles en ese tipo de trapicheos. Lejos ha estado la estructura del Estado de comportarse con un criterio legislativo coherente en esa delicada cuestión con el régimen representativo y federalista que se dio el país por la Constitución de 1853/60.
Nadie se equivocará si asocia la concentración humana en el GBA con las brutales exacciones al campo y la falta de una ley de coparticipación
Hemos hecho muchas cosas mal. El proceso de industrialización de los años 30 produjo una inmigración masiva en dirección del puerto de Buenos Aires, en lugar de aferrar a la gente a sus terruños o centros urbanos de sus respectivas provincias con otros emprendimientos. Tanto o peor aún fueron las consecuencias de la inmigración interna de los años 40, 50 y posteriores, realizadas siempre de forma inorgánica, sin previsiones sobre provisión de agua, electricidad y otros servicios elementales para el desarrollo de vidas dignas. Así se realizaron infinidad de loteos o se ocuparon por la fuerza tierras de terceros por impulso de políticos irresponsables –los denostados “punteros”–, con la complicidad de autoridades de gobierno.
En 1985, hace 40 años, ya la mitad de los establecimientos industriales del país estaban radicados en el Gran Buenos Aires y la ciudad capital; diez provincias, fundamentalmente del noroeste y el sur, representaban apenas el 1% de esa actividad. La desarticulación del sistema ferroviario, tan importante a partir de la organización constitucional definitiva después de Caseros, también contribuyó negativamente a partir de 1960, profundizando el éxodo desde terruños locales a ciudades. Se hizo aún más grave desde los años 90, en que se acentuó ese proceso de demolición de la estructura ferroviaria. Desinversión en rieles y vagones y apuesta al transporte automotor, pero con rutas vitales inexistentes o trazadas con tales ardides, entre el Estado y empresas constructoras, que en pocos años se hacían poco menos que intransitables por su rápido deterioro. Quien ande por el país ha sido víctima de todo esto que narramos.
Desde el siglo XIX se ha discutido muchas veces cuál sería la ubicación ideal de la capital después de haberse resuelto en 1880 que lo fuera la ciudad de Buenos Aires. No solo los nuevos debates refirieron a esa sede en función de múltiples cuestiones estratégicas y, en particular, como respuesta a la necesidad de desahogar la megalópolis en que aquella se había convertido con su extensión interminable hacia suelos bonaerenses.
Durante su presidencia, Raúl Alfonsín soñó en una suerte de nueva Brasilia en la Argentina, pero con bases preexistentes en los núcleos urbanos de Viedma, Carmen de Patagones y Guardia Mitre. “Hacia el sur, hacia el mar y hacia el frío”, fue su consigna. En la campaña electoral de 2023, Adolfo Rodríguez Saá, del peronismo puntano, propuso llevar la capital a Río Tercero, Córdoba.
Empresas de ese tamaño deben encontrar, en el mejor de los casos, el momento oportuno y una concertación suficiente de voluntades para llevarla adelante. Entretanto, serán más prácticas las políticas de persecución eficiente del crimen organizado y de ocupaciones ilegales en el interior, como la de Villa Mascardi, ocurrida bajo el amparo de las nefastas tesis penales del garantismo. Hicieron que prosperaran aventuras y aventureros que pretendieron desconocer hasta la soberanía nacional izando otra bandera.
La pobreza extrema, enseñoreada en las 6400 villas conocidas oficialmente bajo el eufemismo de “barrios populares”, es producto de una corrupción que adquirió carácter sistémico bajo el kirchnerismo, pero que debe combatirse a conciencia de que esa cleptomanía impregna a estamentos de la mayoría de las fuerzas políticas. En esa misma dirección corresponde apoyar las iniciativas oficiales de que un país empobrecido como la Argentina mal puede brindar asistencia social y educativa a residentes en países que se diría hoy son más prósperos que que el nuestro. Por otra parte, las olas inmigratorias carentes de un sentido acorde con las premuras del país expresan más un voluntarismo demagógico, que una acción verdaderamente solidaria en este extremo del mundo. A menudo no hacen más que agravar situaciones de densidad poblacional, en lugar de orientar los nuevos asentamientos hacia zonas despobladas donde todo está por realizarse.
La precariedad en que se vive en muchas localidades del país suele ser producto de la ausencia de istraciones eficientes, tanto provinciales como municipales. Resulta común que alienten, por una diversidad de razones no difíciles de conjeturar, una economía en negro por cuyas leyes es arduo conseguir un ticket o factura por operaciones comerciales o servicios artesanales de distinta índole que se prestan.
Con causas de naturaleza múltiple como las descriptas, sin ser taxativas ni mucho menos, es hora de que las principales fuerzas políticas se aúnen en una visión compartida sobre la Argentina posible, y deseable, en un futuro no demasiado lejano.
